martes, 21 de julio de 2009

Teoría 30: Texto del cuento "El Aleph" de Jorge Luis Borges

El aleph. Jorge Luis Borges.
O God, I could be bounded in a
nutshell and count myself a King of in-
finite space.

Hamlet, II, 2.
But they will teach us that Eternity is
the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it);
which neither they, nor any else un-
derstand, no more than they would a
Hic-stans for a infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno
-Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo! acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
-¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo.
Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
El collar. Guy de Maupassant.

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

Los Pocillos Mario Benedetti.
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.
"No."
"¿Querés que te sea sincero?"
"Claro."
"Me parece una idiotez de tu parte."
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."
"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.
Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."
"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.
"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."
"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."
"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

Circe Julio Cortázar
And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from
her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot
stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled
boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that
welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.
Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. "A Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.
-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.
-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.
-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.
-¿Antes de qué?
-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

La señorita Inés Isabel Allende
La Maestra Inés entró en La Perla de Oriente, que a esa hora estaba sin clientes, se dirigió al mostrador donde Riad Halabí enrollaba una tela de flores multicolores y anunció que acababa de cercenarle el cuello a un huésped de su pensión. El comerciante sacó su pañuelo blanco y se tapó la boca.

-¿Cómo dices, Inés? -Lo que oíste, turco. -¿Está muerto? -Por supuesto. -¿Y ahora qué vas a hacer? -Eso mismo vengo a preguntarte -dijo ella acomodándose un mechón de cabello.

-Será mejor que cierre la tienda -suspiró Riad Halabí. Se conocían desde hacía tanto, que ninguno podía recordar el número de años, aunque ambos guardaban en la memoria cada detalle de ese primer día en que iniciaron la amistad. ÉL era entonces uno de esos vendedores viajeros que van por los caminos ofreciendo sus mercaderías, peregrino del comercio, sin brújula ni rumbo fijo, un inmigrante árabe con un falso pasaporte turco, solitario, cansado, con el paladar partido como un conejo y unas ganas insoportables de sentarse a la sombra; y ella era una mujer todavía joven, de grupa firme y hombros recios, la única maestra de la aldea, madre de un niño de doce años, nacido de un amor fugaz. El hijo era el centro de la vida de la maestra, lo cuidaba con una dedicación inflexible y apenas lograba disimular su tendencia a mimarlo, aplicándole las mismas normas de disciplina que a los otros niños de la escuela, para que nadie pudiera comentar que lo malcriaba y para anular la herencia díscola del padre, formándolo, en cambio, de pensamiento claro y corazón bondadoso. La misma tarde en que Riad Halabí entró en Agua Santa por un extremo, por el otro un grupo de muchachos trajo el cuerpo del hijo de la Maestra Inés en una improvisada angarilla. Se había metido en un terreno ajeno a recoger un mango y el propietario, un afuerino a quien nadie conocía por esos lados, le disparó un tiro de fusil con intención de asustarlo, marcándole la mitad de la frente con un círculo negro por donde se le escapó la vida. En ese momento el comerciante descubrió su vocación de jefe y sin saber cómo, se encontró en el centro del suceso, consolando a la madre, organizando el funeral como si fuera un miembro de la familia y sujetando a la gente para evitar que despedazara al responsable. Entretanto, el asesino comprendió que le sería muy difícil salvar la vida si se quedaba allí y escapó del pueblo dispuesto a no regresar jamás. A Riad Halabí le tocó a la mañana siguiente encabezar a la multitud que marchó del cementerio hacia el sitio donde había caído el niño. Todos los habitantes de Agua Santa pasaron ese día acarreando mangos, que lanzaron por las ventanas hasta llenar la casa por completo, desde el suelo hasta el techo. En pocas semanas el sol fermentó la fruta, que reventó en un jugo espeso, impregnando las paredes de una sangre dorada de un pus dulzón, que transformó la vivienda en un fósil de dimensiones prehistóricas, una enorme bestia en proceso de podredumbre, atormentada por la infinita diligencia de las larvas y los mosquitos de la descomposición.

La muerte del niño, el papel que le tocó jugar en esos días y la acogida que tuvo en Agua Santa determinaron la existencia de Riad Halabí. Olvidó su ancestro de nómada y se quedó en la aldea. Allí instaló su almacén, La Perla de Oriente. Se casó, enviudó, volvió a casarse y siguió vendiendo, mientras crecía su prestigio de hombre justo. Por su parte Inés educó a varias generaciones de criaturas con el mismo cariño tenaz que le hubiera dado a su hijo, hasta que la venció la fatiga, entonces cedió el paso a otras maestras llegadas de la ciudad con nuevos silabarios y ella se retiró. Al dejar las aulas sintió que envejecía de súbito y que el tiempo se aceleraba, los días pasaban demasiado rápido sin que ella pudiera recordar en qué se le habían ido las horas.

-Ando aturdida, turco. Me estoy muriendo sin darme cuenta -comentó.

-Estás tan sana como siempre, Inés. Lo que pasa es que te aburres, no debes estar ociosa -replicó Riad Halabí y le dio la idea de agregar unos cuartos en su casa y convertirla en pensión.

-En este pueblo no hay hotel. -Tampoco hay turistas -alegó ella. -Una cama limpia y un desayuno caliente son bendiciones para los viajeros de paso.

Así fue, principalmente para los camioneros de la Compañía de Petróleos, que se quedaban a pasar la noche en la pensión cuando el cansancio y el tedio de la carretera les llenaban el cerebro de alucinaciones.

La Maestra Inés era la matrona más respetada de Agua Santa. Había educado a todos los niños del lugar durante varias décadas, lo cual le daba autoridad para intervenir en las vidas de cada uno y tirarles las orejas cuando lo consideraba necesario. Las muchachas le llevaban sus novios para que los aprobara, los esposos la consultaban en sus peleas, era consejera, árbitro y juez en todos los problemas, su autoridad era más sólida que la del cura, la del médico o la de la policía. Nada la detenía en el ejercicio de ese poder. En una ocasión se metió en el retén, pasó por delante del Teniente sin saludarlo, cogió las llaves que colgaban de un clavo en la pared y sacó de la celda a uno de sus alumnos, preso a causa de una borrachera. El oficial trató de impedírselo, pero ella le dio un empujón y se llevó al muchacho cogido por el cuello. Una vez en la calle le propinó un par de bofetones y le anunció que la próxima vez ella misma le bajaría los pantalones para darle una zurra memorable. El día en que Inés fue a anunciarle que había matado a un cliente, Riad Halabí no tuvo ni la menor duda de que hablaba en serio, porque la conocía demasiado. La tomó del brazo y caminó con ella las dos cuadras que separaban La Perla de Oriente de la casa de ella. Era una de las mejores construcciones del pueblo, de adobe y madera, con un porche amplio donde se colgaban hamacas en las siestas más calurosas, baños con agua corriente y ventiladores en todos los cuartos. A esa hora parecía vacía, sólo descansaba en la sala un huésped bebiendo cerveza con la vista perdida en la televisión.

-¿Dónde está? -susurró el comerciante árabe. -En una de las piezas de atrás -respondió ella sin bajar la voz.

Lo condujo a la hilera de cuartos de alquiler, todos unidos por un largo corredor techado, con trinitarias moradas trepando por las columnas y maceteros de helechos colgando de las vigas, alrededor de un patio donde crecían nísperos y plátanos. Inés abrió la última puerta y Riad Halabí entró en la habitación en sombras. Las persianas estaban corridas y necesitó unos instantes para acomodar los ojos y ver sobre la cama el cuerpo de un anciano de aspecto inofensivo, un forastero decrépito, nadando en el charco de su propia muerte, con los pantalones manchados de excrementos, la cabeza colgando de una tira de piel lívida y una terrible expresión de desconsuelo, como si estuviera pidiendo disculpas por tanto alboroto y sangre y por el lío tremendo de haberse dejado asesinar. Riad Halabí se sentó en la única silla del cuarto, con la vista fija en el suelo, tratando de controlar el sobresalto de su estómago. Inés se quedó de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, calculando que necesitaría dos días para lavar las manchas y por lo menos otros dos para ventilar el olor a mierda y a espanto.

-¿Cómo lo hiciste? -preguntó por fin Riad Halabí secándose el sudor.

-Con el machete de picar cocos. Me vine por detrás y le di un solo golpe. Ni cuenta se dio, pobre diablo.

-¿Por qué? -Tenía que hacerlo, así es la vida. Mira qué mala suerte, este viejo no pensaba detenerse en Agua Santa, iba cruzando el pueblo y una piedra le rompió el vidrio del carro. Vino a pasar unas horas aquí mientras el italiano del garaje le conseguía otro de repuesto. Ha cambiado mucho, todos hemos envejecido, según parece, pero lo reconocí al punto. Lo esperé muchos años, segura de que vendría, tarde o temprano. Es el hombre de los mangos.

-Alá nos ampare -murmuró Riad Halabí. -te parece que debemos llamar al Teniente? -Ni de vaina, cómo se te ocurre. -Estoy en mi derecho, él mató a mi niño. -No lo entendería, Inés. -Ojo por ojo, diente por diente, turco. ¿No dice así tu religión? -La ley no funciona de ese modo, Inés. -Bueno, entonces podemos acomodarlo un poco y decir que se suicidó.

-No lo toques. ¿Cuántos huéspedes hay en la casa? -Sólo un camionero. Se irá apenas refresque, tiene que manejar hasta la capital.

-Bien, no recibas a nadie más. Cierra con llave la puerta de esta pieza y espérame, vuelvo en la noche.

-¿Qué vas a hacer? -Voy a arreglar esto a mi manera. Riad Halabí tenía sesenta y cinco años, pero aún conservaba el mismo vigor de la juventud y el mismo espíritu que lo colocó a la cabeza de la muchedumbre el día que llegó a Agua Santa. Salió de la casa de la Maestra Inés y se encaminó con paso rápido a la primera de varias visitas que debió hacer esa tarde. En las horas siguientes un cuchicheo persistente recorrió al pueblo, cuyos habitantes se sacudieron el sopor de años, excitados por la más fantástica noticia, que fueron repitiendo de casa en casa como un incontenible rumor, una noticia que pujaba por estallar en gritos y a la cual la misma necesidad de mantenerla en un murmullo le confería un valor especial. Antes de la puesta del sol ya se sentía en el aire esa alborozada inquietud que en los años siguientes sería una característica de la aldea, incomprensible para los forasteros de paso, que no podían ver en ese lugar nada extraordinario, sino sólo un villorrio insignificante, como tantos otros, al borde de la selva. Desde temprano empezaron a llegar los hombres a la taberna, las mujeres salieron a las aceras con sus sillas de cocina y se instalaron a tomar aire, los jóvenes acudieron en masa a la plaza como si fuera domingo. El Teniente y sus hombres dieron un par de vueltas de rutina y después aceptaron la invitación de las muchachas del burdel, que celebraban un cumpleaños, según dijeron. Al anochecer había más gente en la calle que un día de Todos los Santos, cada uno ocupado en lo suyo con tan aparatosa diligencia que parecían estar posando para una película, unos jugando dominó, otros bebiendo ron y fumando en las esquinas, algunas parejas paseando de la mano, las madres correteando a sus hijos, las abuelas husmeando por las puertas abiertas. El cura encendió los faroles de la parroquia y echó a volar las campanas llamando a rezar el novenarío de San Isidoro Mártir, pero nadie andaba con ánimo para ese tipo de devociones.

A las nueve y media se reunieron en la casa de la Maestra Inés el árabe, el médico del pueblo y cuatro jóvenes que ella había educado desde las primeras letras y eran ya unos hombronazos de regreso del servicio militar. Riad Halabí los condujo hasta el último cuarto, donde encontraron el cadáver cubierto de insectos, porque se había quedado la ventana abierta y era la hora de los mosquitos. Metieron al infeliz en un saco de lona, lo sacaron en vilo hasta la calle y lo echaron sin mayores ceremonias en la parte de atrás del vehículo de Riad Halabí. Atravesaron todo el pueblo por la calle principal, saludando como era la costumbre a las personas que se les cruzaron por delante. Algunos les devolvieron el saludo con exagerado entusiasmo, mientras otros fingieron no verlos, riéndose con disimulo, como niños sorprendidos en alguna travesura. La camioneta se dirigió al lugar donde muchos años antes el hijo de la Maestra Inés se inclinó por última vez a coger una fruta. En el resplandor de la luna vieron la propiedad invadida por la hierba maligna del abandono, deteriorada por la decrepitud y los malos recuerdos, una colina enmarañada donde los mangos crecían salvajes, las frutas se caían de las ramas y se pudrían en el suelo, dando nacimiento a otras matas que a su vez engendraban otras y así hasta crear una selva hermética que se había tragado los cercos, el sendero y hasta los despojos de la casa, de la cual sólo quedaba un rastro casi imperceptible de olor a mermelada. Los hombres encendieron sus lámparas de queroseno y echaron a andar bosque adentro, abriéndose paso a machetazos. Cuando consideraron que ya habían avanzado bastante, uno de ellos señaló el suelo y allí, a los pies de un gigantesco árbol abrumado de fruta, cavaron un hoyo profundo, donde depositaron el saco de lona. Antes de cubrirlo de tierra, Riad Halabí dijo una breve oración musulmana, porque no conocía otras. Regresaron al pueblo a medianoche y vieron que todavía nadie se había retirado, las luces continuaban encendidas en todas las ventanas y por las calles transitaba la gente.

Entretanto la Maestra Inés había lavado con agua y jabón las paredes y los muebles del cuarto, había quemado la ropa de cama, ventilado la casa y esperaba a sus amigos con la cena preparada y una jarra de ron con jugo de piña. La comida transcurrió con alegría comentando las últimas riñas de gallos, bárbaro deporte, según la Maestra, pero menos bárbaro que las corridas de toros, donde un matador colombiano acababa de perder el hígado, alegaron los hombres. Riad Halabí fue el último en despedirse. Esa noche, por primera vez en su vida, se sentía viejo. En la puerta, la Maestra Inés le tomó las manos y las retuvo un instante entre las suyas.

-Gracias, turco -le dijo. -¿Por qué me llamaste a mí, Inés? -Porque tú eres la persona que más quiero en este mundo y porque tú debiste ser el padre de mi hijo.

Al día siguiente los habitantes de Agua Santa volvieron a sus quehaceres de siempre engrandecidos por una complicidad magnífica, por un secreto de buenos vecinos, que habrían de guardar con el mayor celo, pasándoselo unos a otros por muchos años como una leyenda de justicia, hasta que la muerte de la Maestra Inés nos liberó a todos y puedo yo ahora contarlo.

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